El sultán conmuta la pena de Sherezade
HERNÁN URBINA JOIRO
Consterna que niñas afganas sean vendidas en matrimonio y luego se suiciden quemándose vivas; que a una mujer islámica violada se le encarcele por “participar” —en esa violación— de un “adulterio” y le exijan casarse con su violador. Crispa que en Jerusalén haya líneas de autobuses judíos que obligan a las mujeres a ir en la parte trasera y barrios ortodoxos donde deben caminar por una acera distinta a la de los hombres o les prohíban sentarse junto a ellos. Esta segregación no está decretada en los textos sagrados, incluidos los del catolicismo que no admite mujeres en su clero. En casi todas las sociedades que conocemos ellas están en franca desventaja porque la lucha por el poder implanta relativismos culturales que las designan como “inferiores” para mantenerlas subyugadas, sometidas.
Hace pocas semanas, en pleno derrumbe del régimen Libio, a pocos días de que las multitudes hambrientas y avasalladas por siglos demolieran varios gobiernos al norte de África, desde Riad se anunció para la prensa del mundo que las mujeres en Arabia Saudita podrían votar en el futuro y ser elegidas en elecciones municipales; esto como si fuera un gesto de caridad del Rey Abdalá que regalaría para dentro de algunos años a las mujeres saudíes algunos de sus derechos básicos en un país donde tampoco existen partidos políticos y desde 2005 sólo se permiten elecciones para elegir la mitad de los escaños en los concejos municipales —que no tienen mayor relevancia en la vieja monarquía absoluta del Rey Abdalá—.
Allí, como en buena parte de esa región, las mujeres que deseen salir a la calle deben usar, a fuerza, una capa larga negra y un velo para poder ver a un hombre que no sea su marido o su hermano o su hijo. Eso, si obtiene permiso de un hombre de su casa para salir por esas calles en donde también son ilegales los cines, los teatros, el cerdo y, por supuesto, el alcohol. Para el cumplimiento de esto hay una policía que vigila la forma de comportarse de las mujeres y del pueblo en general. De modo que este anuncio hecho desde Riad hace unas semanas resulta otra maniobra para conservar la dominación autocrática sobre la población entera y ya no sólo sobre sus mujeres, a las que se les aparenta dignificar con actos indignos: esta fingida apertura tiene orígenes utilitarios y buscaría retardar insurrecciones como las del norte de África y Siria.
Alguien insistirá: “Pero ese es un asunto de ellos y sus costumbres”. Entonces hay que decir: “Pero ya hay un marco mundial, del que ellos también hacen parte, en donde se censura la mutilación del clítoris a las niñas, los casamientos a la fuerza e incluso la discriminación a la mujer que aún se da hasta en los sitios más evolucionados de Occidente. ¿Y entonces? ¿Qué hacer? Es aquí donde, precisamente, evitando la violencia, deben hacerse auténticos esfuerzos por llegar a acuerdos que tiendan a ser universales y que puedan actualizarse cada cierto tiempo —los de 1945, impuestos por Occidente, se quedaron cortos— para humanizar donde quiera que haya seres humanos tratados con despotismos y crueldades. Todo esto es válido también para Occidente donde los relativismos culturales sirven para pagarles menos sueldos a las mujeres y destinarlas a oficios de menor rango que los hombres.
Pero compartir el poder no es cosa fácil; para ello siempre debe mediar cierta lucha, aunque puede ser sólo una lucha intelectual, pero que en todo caso se trata de una lucha de largo aliento. En fin, esos derechos para ellas parece que llegarán dentro de más de “Mil y una noches”, pero hay que luchar con denuedo para que de todos modos lleguen.
Cartagena de Indias, 1 de diciembre de 2011.